Una ventana al mundo
Quiero abrir una ventana, que me lleve de aquí a allá, a distinto mundos de distinta arena y distinto mundo. Quiero abrir una ventana, para sentir lo nuevo cada día, el cada día de un nuevo mundo.
Todo me va bien —pensó.
Las paredes se giraban en torno a si; todo estaba oscuro, como casi siempre. Se sentó en la pared del norte, la más fría. Era sin duda su lugar favorito. Hacía mucho calor a esas alturas del año y lo menos que podía hacer para refrescarse era pegar su espalda desnuda a la fría piedra. La piedra le transmitía el sosiego y la quietud que tan a menudo echaba en falta. Le recordaba al silencio mortal de las catedrales románicas, donde el mundo parece a veces que se detuvo, entre ruido de monjes y sacristanes, de piedad y rosario. La sobriedad y el frío como distintivos del alma humana. Todo eso lo tranquilizaba.

Otro día igual —murmuró.
No había nada que hacer, solo dejar pasar el tiempo. Cogió una piedrecita y empezó a jugar con ella. La lanzaba al aire e intentaba cogerla a la primera. Al poco se cansó de tan insulso e infantil juego. Toda la tarde se extendía ante él y el sopor (tan típico de esas horas y lugares) empezaba a adueñarse de él.
Podría echarme una siestecita. Total, no tengo mucho más que hacer, pensó.
Cuando el sopor estaba a punto de atraparlo, dos minúsculos puntos rojos en la lejanía llamaron su atención. Dos puntos rojos fijos en él, retándole a sostener la mirada.
Ahí os podéis quedar, puntos. A un viejo perro osáis retar —gritó fuera de sí.
Los puntos se apagaron por un momento, para aparecer segundos después en la otra esquina. Mantenía su mirada, sin descanso, como si de ello dependiera su vida. La lucha podía durar horas, tal era el aburrimiento del lugar. En este caso se puede ver el cambio que se produce en un hombre por la soledad y el aburrimiento. Las cosas más nimias se tornan vitales, casi una carrera por la supervivencia. La locura, no menos importante, acecha también desde todas las esquinas; un hombre gritándole a unos puntos rojos no es cosa muy cuerda.
Y así se pasó la tarde, así como todas las tardes de las tardes de la vida.
Al llegar la noche, en medio de la quietud del lugar, se pudieron escuchar unos pasos. Se detuvieron junto a la puerta y tras un sonoro tintineo de llaves la puerta se abrió. Los puntos rojos, que había desaparecido hacía tiempo, encontraron un digno sucesor. Una figura blanca, con las manos en las caderas, se plantó en la puerta. Ya no había puntos rojos, sino un destello, que todo cegaba. Extendió la mano, bendiciendo la estancia.
Otro día más, eh muchacho —dijo.
Y los que me quedan, padre, y los que me quedan.
Todo me va bien —pensó.
Las paredes se giraban en torno a si; todo estaba oscuro, como casi siempre. Se sentó en la pared del norte, la más fría. Era sin duda su lugar favorito. Hacía mucho calor a esas alturas del año y lo menos que podía hacer para refrescarse era pegar su espalda desnuda a la fría piedra. La piedra le transmitía el sosiego y la quietud que tan a menudo echaba en falta. Le recordaba al silencio mortal de las catedrales románicas, donde el mundo parece a veces que se detuvo, entre ruido de monjes y sacristanes, de piedad y rosario. La sobriedad y el frío como distintivos del alma humana. Todo eso lo tranquilizaba.

Otro día igual —murmuró.
No había nada que hacer, solo dejar pasar el tiempo. Cogió una piedrecita y empezó a jugar con ella. La lanzaba al aire e intentaba cogerla a la primera. Al poco se cansó de tan insulso e infantil juego. Toda la tarde se extendía ante él y el sopor (tan típico de esas horas y lugares) empezaba a adueñarse de él.
Podría echarme una siestecita. Total, no tengo mucho más que hacer, pensó.
Cuando el sopor estaba a punto de atraparlo, dos minúsculos puntos rojos en la lejanía llamaron su atención. Dos puntos rojos fijos en él, retándole a sostener la mirada.
Ahí os podéis quedar, puntos. A un viejo perro osáis retar —gritó fuera de sí.
Los puntos se apagaron por un momento, para aparecer segundos después en la otra esquina. Mantenía su mirada, sin descanso, como si de ello dependiera su vida. La lucha podía durar horas, tal era el aburrimiento del lugar. En este caso se puede ver el cambio que se produce en un hombre por la soledad y el aburrimiento. Las cosas más nimias se tornan vitales, casi una carrera por la supervivencia. La locura, no menos importante, acecha también desde todas las esquinas; un hombre gritándole a unos puntos rojos no es cosa muy cuerda.
Y así se pasó la tarde, así como todas las tardes de las tardes de la vida.
Al llegar la noche, en medio de la quietud del lugar, se pudieron escuchar unos pasos. Se detuvieron junto a la puerta y tras un sonoro tintineo de llaves la puerta se abrió. Los puntos rojos, que había desaparecido hacía tiempo, encontraron un digno sucesor. Una figura blanca, con las manos en las caderas, se plantó en la puerta. Ya no había puntos rojos, sino un destello, que todo cegaba. Extendió la mano, bendiciendo la estancia.
Otro día más, eh muchacho —dijo.
Y los que me quedan, padre, y los que me quedan.