Por todo el daño causado, porque hay afrentas que jamás se olvidan.
A todos aquellos que lucharon y luchan por nuestra dignidad.
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Por uno de los caminos que bajaban del Duero se podía ver, desde lo alto de una colina, una patética imagen. Un grupo de desdichados caminaba penosamente luchando contra la tierra y el viento. Entre ellos, una cuerda que les privaba de la libertad. El grupo estaba formado por unos cincuenta malnacidos; no por viles, sino por el mal momento y lugar al que por bien tuvieron ( y no por propia decisión) venir a este mundo.
Su caminar era pesado y fatigado; los más iban a trompicones, el resto arrastrándose por la yerma tierra. El látigo, en manos de crueles verdugos, no paraba de sonar, arrancando carne y lamento. Una decena de hombres (soldados) vigilaban la atípica columna; ni un suspiro ni traspiés quedaban libres del azote.
Dos hombres, barbados, observaban todo esto desde una colina. Vestían una gran túnica blanca, al modo andalusí y, uno de ellos, llevaba un pequeño gorro para protegerse del sol.
- Míralos, son escoria- dijo uno de ellos escupiendo al suelo.
- Estaban en el lugar equivocado.
- ¡En el lugar equivocado! Alá no permite el libre albedrío, todos estamos predestinados. Esos miserables son merecedores de su suerte.
- Tranquilizate Hakem, que no te venza el odio. Todos somos hijos de dios; unos toman la senda de Alá y otros eligen el camino equivocado. Ya decidirá Alá que hacer con el alma de cada uno.
Los dos hombres siguieron conversando mientras la gran fila parecía que se iba deteniendo. Gran alboroto se formó entre los prisioneros y varios alaridos en lengua mora quebraron el aire.
- ¡Señor, Señor!- llegó trastabillando uno de los soldados que guardaban a los prisioneros – los prisioneros se han rebelado. Han matado a dos de los nuestros y no podemos contenerlos.
No terminó de decir esto, cuando se oyó, de repente, el trotar de cientos de caballos. Brutales alaridos emanaban de los jinetes, la imagen era terrorífica. Al grito de “Alá es grande” embistieron contra los prisioneros. Los gritos de dolor y los alaridos de pasión se entremezclaron al clamor de las espadas, chocando, sin tregua, unas contra otras.
En pocos minutos, la matanza se dio por concluida. Los dos hombres, con la tranquilidad y la insensibilidad que dan los años de guerra, bajaron de la colina montados en dos caballos negros. Pausadamente, se dirigieron al lugar donde se encontraban los prisioneros. Varias decenas de cadáveres yacían apilados, la tierra de alrededor presentaba un tétrico color parduzco, mezcla de sangre y tierra.
Hakem, altivo y arrogante, pasó junto a los prisioneros que quedaban vivos (si a su situación se le podía llamar vida); su mirada irradiaba odio, un odio profundo y ancestral.
- Infieles, habéis cometido un gran error – dijo y escupió a un norteño rubio.
El hombre del norte, de mirada no menos orgullosa, se alzó y con ojos de locura asió al general del gaznate.
El revuelo fue enorme, un perro infiel tocando a uno de los favoritos de Al-Mansur, era intolerable. Toda la guardia acudió presurosa a socorrerlo.
- Perro…- murmuró entre dientes Hakem al verse liberado.
El general se recompuso como pudo, arreglándose el traje y el gorro y, con fuego en los ojos, se volvió a acercar al hombre del norte, esta vez agarrado por varios soldados.
- Como estaba diciendo, habéis cometido un gran error. Allá en el sur, en Córdoba, os esperaba la muerte, la liberación de vuestras almas. Sóis los portadores de las campanas, nuestro señor Al-Mansur, en su infinita bondad, sabría recompensaros y evitaros una vida de esclavo. Yo, en cambio, no seré tan compasivo.
- En cuanto a ti- dijo señalando al hombre rubio- clamarás y solo el cielo escuchará tu lamento. La muerte será una bendición que yo no te otogaré.
Con una señal, los soldados lo tumbaron y lo amordazaron en el suelo.
- Te enseñaré algo de lo que he aprendido durante estos años- dijo riendo a carcajadas.
Para poder entender el odio y el cinismo del general tenemos que remontarnos unos años atrás. Su hijo, el primogénito, combatía bajo las órdenes de Al-Mansur en el norte, en una de las tantas razzias contra los reinos cristianos. Una noche acampó con su batallón en un bosque no muy lejos de Burgo de Osma; al amanecer sufrieron una emboscada. Los que sobrevivieron, fueron llevados a la ciudad. Allí, fueron salvajemente torturados y pasados finalmente a cuchillo. Sus cabezas acabaron en la mesa de Al-Mansur.
Sabido esto, es fácil comprender el odio y la pasión que albergaba su mirada.
El general comenzó a despellejar poco a poco al cristiano con un cuchillo mal afilado. Los gritos de dolor podían escucharse a kilómetros.
-Grita perro, grita, veremos si tu dios te escucha ahora- gritó Hakem extasiado.
Tras despellejar la mayor parte de su cuerpo y, antes de que muriera desangrado, le fue cortando una a una todas sus extremidades. El desgraciado ya no gritaba, no tenía fuerzas; sólo se escuchaban leves gemidos. Después de más de una hora de sufrimiento, el general dejó de torturarle y ordenó la marcha.
No lo remató. Lo dejó agonizando, bañado en sangre, en la fría tierra castellana.
- Adelante infieles. Esas campanas, las campanas de Santiago, tañerán por siempre en Córdoba.
Al-Andalus, su infierno, les aguardaba.