Leben und hassen
...y así es la vida - dijo el hombre de pelo negro.
-Dura, sin duda- replicó el hombre de pelo gris
Los dos, enfundados en finas cazadoras de cuero, estaban sentados en la terraza de uno de los numerosos bares que rodeaban el puerto.
-Podría gritar contra el viento lo que, de algún modo, siento; pero aun así, no serviría de nada. La liberación me está vedada - comentó, con la mirada perdida, el de pelo negro.
Una pequeña gaviota cruzó el cielo ante sus miradas. Aunque su vuelo era irregular, no estaba carente de belleza. Se posó, altanera, en lo alto de un velero, uno de los tantos que allí estaban anclados. En su alargado pico anaranjado se podía ver el brillo del decadente sol, que moría ya al borde de las aguas.
-¡Liberación, liberación! - continuó - maldita palabra. No atisbo a comprender el porqué de esta situación, el porqué de este sentimiento, de esta vida...
El puerto mostraba un aspecto desolador. Siempre, con la llegada del otoño el pueblo se vaciaba, y la imagen de las calles vacías, sin ruido, junto al siempre intrigante traqueteo de los veleros, no era muy alentadora.
- No sé si odiar o amar - prosiguió el joven - la mezcla de sentimientos que se halla en mí, me impide distinguirlo. La vida se me antoja una cárcel, de la que no puedo salir, y a la que siento que siempre estaré unido. Puedo decir, sin miedo a errar, que no soy feliz, que mi vida no merece la pena.
Los dos hombres observaban, distraídos, el horizonte. El sol estaba ya casi desaparecido; sólo se intuía por el fulgor anaranjado que desprendía su lecho de muerte.
- ¿Qué me dices, padre? - preguntó el joven.
A lo lejos, se podía ver a la guardia costera permitiendo el paso a los últimos veleros rezagados. Era una noche de tormenta, por lo que el puerto se cerraba al caer el sol.
- Vive y odia, hijo. Así como el sol muere cada día, una parte de nuestra vida, de nuestra felicidad, muere también. No ames, hijo mío, pues sólo una derrota obtendrás. Odia, odia con toda tu alma todo lo que te rodea, a todo lo que amaste.
-Dura, sin duda- replicó el hombre de pelo gris
Los dos, enfundados en finas cazadoras de cuero, estaban sentados en la terraza de uno de los numerosos bares que rodeaban el puerto.
-Podría gritar contra el viento lo que, de algún modo, siento; pero aun así, no serviría de nada. La liberación me está vedada - comentó, con la mirada perdida, el de pelo negro.
Una pequeña gaviota cruzó el cielo ante sus miradas. Aunque su vuelo era irregular, no estaba carente de belleza. Se posó, altanera, en lo alto de un velero, uno de los tantos que allí estaban anclados. En su alargado pico anaranjado se podía ver el brillo del decadente sol, que moría ya al borde de las aguas.
-¡Liberación, liberación! - continuó - maldita palabra. No atisbo a comprender el porqué de esta situación, el porqué de este sentimiento, de esta vida...
El puerto mostraba un aspecto desolador. Siempre, con la llegada del otoño el pueblo se vaciaba, y la imagen de las calles vacías, sin ruido, junto al siempre intrigante traqueteo de los veleros, no era muy alentadora.
- No sé si odiar o amar - prosiguió el joven - la mezcla de sentimientos que se halla en mí, me impide distinguirlo. La vida se me antoja una cárcel, de la que no puedo salir, y a la que siento que siempre estaré unido. Puedo decir, sin miedo a errar, que no soy feliz, que mi vida no merece la pena.
Los dos hombres observaban, distraídos, el horizonte. El sol estaba ya casi desaparecido; sólo se intuía por el fulgor anaranjado que desprendía su lecho de muerte.
- ¿Qué me dices, padre? - preguntó el joven.
A lo lejos, se podía ver a la guardia costera permitiendo el paso a los últimos veleros rezagados. Era una noche de tormenta, por lo que el puerto se cerraba al caer el sol.
- Vive y odia, hijo. Así como el sol muere cada día, una parte de nuestra vida, de nuestra felicidad, muere también. No ames, hijo mío, pues sólo una derrota obtendrás. Odia, odia con toda tu alma todo lo que te rodea, a todo lo que amaste.