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jueves, mayo 10, 2007

Una ciudad

Una ciudad, calles oscuras sin fin, cárcel del hombre sin hombre.
En una fría urbe del centro peninsular la vida nocturna seguía a pies juntillas su transitar habitual. Muerte y hambre en los arrabales, silencio sepulcral en las grandes avenidas, sólo interrumpido en ocasiones por el chasqueo molesto de algún coche que, despistado, pilota por estos grandes circuitos del silencio. En las tortuosas callejuelas del centro, el ruido de la juventud en carne dispuesta a la diversión sin límites marcaba la noche y el dormir de sus atareados habitantes. En los barrios residenciales el silencio huele a miedo, a muerte, a soledad; las casas son como castillos, impenetrables allende sus muros, silenciosas y expectantes del peligro que creen tener fuera de sus almenas y murallas.
En uno de estos modernos castillos vivía un joven, un hombre o un niño, como quieran llamarlo. Este joven, novato en este mundo de locura, observaba desde su ventana este infierno. Desde las alturas, un tercer piso, todo parecía aún más lejano y distante. El joven se torturaba así mismo debido a su soledad, pero no era esta la soledad de estar perdido en isla desierta, sino la soledad de encontrarse rodeado de gente para la que eres no menos que invisible. “Soledad social” podríamos llamarla.
Cansado de pensar y de humillarse con necedades el joven fijó su mirada en el cielo, esperando encontrar una respuesta a su problema.

- Ni las estrellas aquí puedo ver, joder- se lamentó amargamente- en este lugar hasta el cielo derrocha tristeza, negro muerte en su esplendor; ni una estrella, ni un anhelante brillo que saque a las almas de su amarga existencia. En mi tierra el cielo también es oscuro, pero está adornado de “ilusiones” y está limpio de esos gases que los carros de aquí escupen sin parar.

El joven desvió la vista de la triste oscuridad y la volvió a su habitación, triste también, sin duda, pero limpia de recuerdos.

De repente, el silencio imperante hasta el momento se rompió por los ruidosos andares de unos colegiales, compañeros de residencia, por el solitario pasillo. También empezó a escucharse música, la fiesta había comenzado. El joven, al que llamaremos Marcos, se sintió aún más apenado, esa es la “soledad social” de la que habíamos hablado antes. La gente se lo pasa bien, la gente es feliz; pero sin él, él está solo y apartado de los demás. Y créanme, es una sensación muy dolorosa.
Mientras estaba sumido en sus pensamientos, el teléfono comenzó a sonar. Marcos levantó la cabeza, despertándose así de sus sueños, y se dispuso a cogerlo.

-¿Sí?- contestó con desgana.
- Hola nene, ¿qué tal estás?- a Marcos se le abrió una especie de sonrisa en la cara. Hacía tiempo que no hablaba con su madre, daba esperanza saber que tenía a alguien todavía.
- Mmm…bien- dijo Marcos de manera poco convincente, ya que no sabía que decir.

La conversación continuó durante al menos una hora. Hablaron de todo y nada, de cómo iban las cosas allá en su tierra, del nuevo trabajo de su madre y de otra serie de cuestiones que no devienen ahora en discusión.

Abandonado el teléfono en la mesa, volvió a mirar al cielo, ojos llorosos y hartos de profundidad. Un nuevo camino, una nueva vida se abría ante él, pero se resistía a verlo. Esa nueva vida era demasiado violenta, demasiado fría para con su mundo interior.

Herido en el alma, se levantó. Sin saber qué hacer o a dónde ir se dirigió hacia la puerta. Lentamente la abrió y casi sin mirar se precipitó escaleras abajo hacia el portal.
Fuera, se estrelló de bruces contra ese aire impregnado de maldad que agota el espíritu y al alma impide respirar. Acostumbrado a la brisa acuosa mediterránea se le antojaba casi como gas tóxico: seco y venenoso.

Con dificultades para respirar, y casi para caminar, continuó su camino. La calle, a diferencia de su tierra, era un lugar frío y tétrico, sin un alma en quien fijarse.
Absorto en divagaciones y deambulando por la horrible ciudad empezó a gestarse dentro de él una pequeña esperanza; si estaba ahí, en aquel lugar, sería por algún motivo. Una prueba del destino para forjar la débil personalidad y fortaleza de la mente de un joven.

-Sí, eso es, una prueba del destino-murmuró para sí- aquello que los romanos llamaban “Fatum” y al que todos estamos encaminados…

Una débil sonrisa apareció en el rostro del joven. Quizás no fuese tan malo estar ahí. Al fin y al cabo, sólo sería cuestión de tiempo acostumbrarse al clima y a las gentes del lugar.

Futuro, destino, felicidad. Palabras inciertas para el hombre, que en no pocas ocasiones han hecho enloquecer.

Marcos había comprendido que su lugar allí se encontraba, en MADRID. No importaba lo duro que fuese ni las pruebas a las que se vería sometido. Él debía ser fuerte, resistir hasta el final.

Aunque había dejado en el sur lo más preciado (familia, amigos y a su hermano), tenía que continuar, por ellos.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Hombre, me alegra ver que has colgado algo nuevo.

Me suena lo que cuentas... a mí me pasa algo parecido desde que estoy en este cementerio, sólo que en mi caso se ve atenuado por el hecho de llevar viviendo aquí seis años y el no tener realmente un sitio al que llamar "mi tierra"... En eso eres muy afortunado.

Sigue escribiendo, que yo te seguiré leyendo.

12:24 p. m.  

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